Por: Pbro. Julio César Ponce García
Coordinador de la Comisión Diocesana para la Pastoral de la Comunicación
Diócesis de Nezahualcóyotl
“A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo”, estas palabras están tomadas del primer versículo del salmo 122. Haciendo nuestras estas palabras, en estos tiempos difícilesque nos ha tocado vivir, elevamos nuestra mirada al Cielo, buscando al Señor, y esperando de Él su mirada amorosa y benevolente.
Cuando escuchamos en las noticias sobre catástrofes ambientales, guerras, violencia, injusticia, crisis política, crisis económica, entre otras tantas situaciones difíciles de enfrentar, varios pensamientos pueden darnos vueltas en la cabeza, sobre todo, podemos llenarnos de incertidumbre, miedo, inseguridad, desánimo, y de muchos otros sentimientos hasta cierto punto negativos.
Muchos hemos tenido la oportunidad de ver películas con tintes apocalípticos, pero ni eso nos prepara para lo que en los momentos de crisis nos toca enfrentar, las películas muchas veces se quedan cortas ante la realidad. Gran parte de la psicosis generalizada, así como la incertidumbre que experimentamos cuando hay alguna crisis, tiene su origen en este tipo de contenido que consumimos. Darle cuerda a la imaginación y dejar que en nuestra cabeza estén dando vueltas tantos pensamientos catastróficos, lo único que nos genera es angustia y desesperación, y en esas circunstancias es lo que menos necesitamos.
Tampoco nos ayuda el saturarnos de información, leyendo, escuchando o buscando noticias, eso nos crea más ansiedad. Lo más recomendable es utilizar nuestro tiempo en cosas positivas y productivas, ya sea leyendo un buen libro, escuchando buena música, aprendiendo sobre algo que nos apasiona y que no nos había sido posible debido a las múltiples ocupaciones que antes teníamos, incluso arreglando algún desperfecto de la casa que por mucho tiempo habíamos dejado olvidado. No para evadir la realidad, sino para enfrentarla desde una perspectiva diferente. Ante las crisis, los creyentes en Dios estamos llamados a vivir y a comunicar la virtud de la esperanza, para enfrentar los tiempos difíciles de la mejor manera, confiando siempre en el Señor.
Cuando en nuestra vida las cosas van mal, solemos decir en muchas ocasiones «estamos en las manos de Dios» o «voy a dejarlo todo en manos de Dios», y es muy cierto, estamos en las manos amorosas del Padre. Pero, en algunos momentos utilizamos estas frases como una especie de pensamiento positivo, de optimismo, que suele tener más significado de resignación que de esperanza. Y es que en ocasiones podemos llegar a asumir que Dios debe resolver todo y, además, lo debe hacer según lo que nosotros queremos y esperamos. En realidad, esa no es la esperanza cristiana, más bien es un anhelo personal o en ocasiones, un deseo caprichoso.
Tener esperanza no significa permanecer impasibles, no se trata de sentarnos a esperar que todo se resuelva de manera mágica, o sólo porque Dios “tronará” los dedos pues ha escuchado nuestras oraciones. Estar en las manos de Dios, confiar en Él, no significa que todo se resolverá como nosotros quisiéramos. El Señor tampoco va a eliminar el sufrimiento o el dolor de nuestra vida. Confiar en Dios implica permitir que Él realice su obra, pero colaborando cada uno de nosotros con lo que nos corresponde realizar, como decimos, poniendo nuestro granito de arena.
Incluso puede llegar el momento en donde realmente ya no hay nada que podamos hacer, sin embargo, no podemos resignarnos y agachar la cabeza porque ya no queda de otra, en esos momentos es cuando más debemos confiar en Dios. Que si algo está sucediendo, y no vemos el horizonte claro, que si la vista se nos ha nublado por el llanto, o el corazón se hace “chiquito” por el dolor, y se nos hace un nudo en la garganta, nunca debemos olvidar que el Señor está a nuestro lado, nunca nos abandona.
Seguro es que en más de una ocasión nos hemos hecho esta pregunta: ¿qué sentido tiene el sufrimiento? Quizá nunca podremos responderla perfectamente, y desde nuestra débil y frágil humanidad, nunca vamos a comprender del todo, los bienes que el dolor trae consigo. Pero Dios ya ha respondido a esa pregunta. El Viernes Santo, al rezar el Vía Crucis y celebrar los Oficios de la Pasión del Señor, todo nos hacía mirar a Cristo, herido de pies a cabeza, contemplábamos un Jesús destrozado, desfigurado, sin aspecto atrayente, como dice la Escritura.
Ante el dolor y el sufrimiento, la única respuesta válida es mirar al Crucificado, porque Dios no ha dado un grandioso discurso, no se ha limitado a hablar del dolor y el sufrimiento. Como dice el Padre Ricardo Sada: «La respuesta de Dios no es una explicación, sino una solidaridad», y citando a Claudel continúa: «el Hijo de Dios no vino a destruir el sufrimiento, sino que vino a sufrir con nosotros. No vino a destruir la cruz, sino a tenderse sobre ella. Nos ha enseñado el camino para salir del dolor y la posibilidad de su transformación». El sufrimiento es una realidad misteriosa y desconcertante, y la fe en Dios no lo elimina, pero mirando a Cristo, el sufrimiento se ilumina, se purifica, se hace un poco más comprensible y llevadero. La clave entonces está en darle sentido al sufrimiento. Para comprender mejor ésta idea, les propongo el siguiente cuento de Gibrán Jalil :
Dijo una ostra a otra ostra vecina:
-Siento un gran dolor dentro de mí. Es pesado y redondo y me lastima.
Y la otra ostra replicó con arrogante complacencia:
-Alabados sean los cielos y el mar. Yo no siento dolor dentro de mí. Me siento bien e intacta por dentro y por fuera.
En ese momento, un cangrejo que por allí pasaba escuchó a las dos ostras, y dijo a la que estaba bien por dentro y por fuera:
-Sí, te sientes bien e intacta; mas el dolor que soporta tu vecina es una perla de inigualable belleza.
Cuando en la ostra entra un pequeño grano de arena, ésta se vuelve incómoda para ella, le provoca gran dolor. La ostra «se defiende» segregando una sustancia que va envolviendo aquella piedra. Ese dolor, al final se convierte en una hermosa perla de gran valor. Las heridas abiertas, la enfermedad personal o de algún familiar, las lágrimas derramadas, cualquier momento de crisis, cualquier sufrimiento, sea grande o pequeño, cuando lo unimos a la cruz de Cristo, se puede convertir, como en el caso de la ostra, en una perla preciosa e invaluable. «Desde la venida de Cristo, -dice el P. Charles- hemos quedado libres no del mal de sufrir, sino del mal de sufrir inútilmente», por su parte, el gran filósofo francés Gabriel Séailles dijo: «El mayor triunfo del catolicismo está en haber dado un sentido incluso al sufrimiento».
La muerte de Cristo en la cruz es la manifestación plena del amor de Dios. Al contemplar a Jesús Crucificado, nos damos cuenta de cuán grande ha sido su amor por nosotros, tanto que lo ha llevado a entregar su propia vida para salvarnos, el Amor (con mayúscula) ha sido capaz de llegar hasta la muerte para salvarnos (Cfr. Gal 2, 20). Pero después de este escándalo (según los judíos), y esta locura (a vista de los paganos), viene la resurrección, sin ella, la cruz carecería de sentido. Cristo muerto y resucitado es el testigo fiable del amor de Dios por la humanidad (Cfr. Ap 1, 5), el digno de fe. Pues si el amor del Padre no hubiera resucitado a Cristo de entre los muertos, no sería un verdadero amor, poderoso y real; no sería entonces creíble y vana sería nuestra fe (Cfr. 1 Cor 15, 17).
La esperanza entonces, nos viene de contemplar a Cristo, muerto y resucitado para nuestra salvación. En Jesucristo, la vida se abre por completo al amor, toda su vida (palabras y obras) encuentra su sentido pleno en la realización del amor. La vida de Jesús es una vida de enseñanza, de sufrimiento y muerte, comprensible y creíble por la cruz, es don de sí mismo «por los amigos» (Jn 15, 13), «acción y aparición del “poder y la sabiduría de Dios”».
Ahora si adquiere un sentido y un significado esperanzador la frase «Estar en manos de Dios», porque pase lo que pase, tenemos la seguridad de que el amor de Dios por cada uno de nosotros es un amor incondicional, nada ni nadie, ni siquiera la peor circunstancia, la tristeza o el dolor, nos pueden apartar de ese amor. ¿Acaso hay algo que nos pueda dar mayor esperanza? Es más, aunque nosotros, por nuestro pecado, debilidad o tibieza, nos apartemos de Él, Dios nunca se apartará de nosotros, ni dejará de amarnos, su amor es incondicional.
En la noche de la Vigilia Pascual, la Liturgia de la Palabra, larga pero muy hermosa, nos hace recorrer las maravillas de Dios a lo largo de toda la Historia de la Salvación, culminando con el Evangelio, la Buena Noticia de la Resurrección del Señor, el que había sido crucificado; y con Él, nosotros también hemos resucitado a una vida nueva. Jesús, que por amor a la humanidad y por el egoísmo del hombre fue clavado en la cruz, ha triunfado sobre la muerte, ha resucitado, ha sido glorificado a la derecha del Padre. La cruz como instrumento de muerte, y la muerte misma, no tienen la última palabra.
El Dios de la Vida ha abrazado la entrega y el servicio, hasta dar la vida para la salvación del género humano. En Jesús, han triunfado el amor y la vida de manera definitiva. Y este triunfo del Señor, que es también nuestro triunfo, porque Él así lo ha querido, nos aporta la esperanza para gritar fuerte y claro: ¡Es verdad, Señor! Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo ¿a quién iremos si sólo tú tienes palabras de vida eterna? Y cuando nos pregunten por la razón de nuestra esperanza y alegría, cuando nos pregunten ¿Qué has visto en el camino? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada ¡Ha resucitado y vive para siempre! ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!
Aquí quiero citar unas palabras que el Papa Benedicto XVI nos regaló en su encíclica «Spe salvi», en esperanza fuimos salvados:
A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar.
Nosotros necesitamos tener esperanzas, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es «realmente» vida.
¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: «Salud de mi rostro, Dios mío». El salmo 41 es una invitación a evitar la nostalgia, poniendo nuestra confianza en Dios, que tanto nos ama y que, en las circunstancias actuales, se manifestará de nuevo como Salvador.
Con lo que hemos reflexionado hasta ahora ¿Cómo debemos vivir y enfrentar los momentos de crisis? La actitud que debemos adoptar, asumiendo las enseñanzas del Señor Jesús, es la de una esperanza realista. Esto quiere decir que debemos alejarnos del optimismo ingenuo que nos lleva a pensar que «todo estará bien» sólo porque sí, o que nos hace pensar que mágicamente todo se resolverá de la noche a la mañana. Pero tampoco debemos irnos al otro extremo, el del pesimismo que nos hace ver la realidad de manera catastrófica y fatalista.
Observando la realidad, de una u otra forma, cada uno de nosotros experimenta dolor, tristeza y sufrimiento, pero puesta nuestra confianza en Dios, como personas de fe, abrimos la puerta de nuestro corazón a la esperanza que nos infunde el amor y la misericordia de Dios. La experiencia de saber que tenemos un Padre que nos ama incondicionalmente, que nos cuida y nos protege, despierta en nosotros la esperanza, de que pase lo que pase, nos encontramos abrazados por el amor infinito de Dios. Es un buen momento para recordar y dejar que aniden en nuestro corazón aquellas palabras de Jesús antes de su gloriosa ascensión: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Toda nuestra vida estará marcada, en algún momento, por el dolor y el sufrimiento, pero bien sabemos por la experiencia personal, que esos momentos no son eternos, aunque a veces lo parecen. Pero desde la experiencia de la fe, sabemos que el “viernes santo” no es para siempre, que cuando confiamos en Dios, cuando nos abandonamos en sus manos, como lo hizo Cristo en la cruz, estamos cada vez más cerca de la resurrección.
Esta esperanza se ve renovada y alentada gracias a la presencia maternal de la Santísima Virgen María, Madre de la esperanza. Nadie mejor que ella nos enseña a esperar contra toda esperanza, ella que en su vida experimentó el dolor, la angustia y la incertidumbre en diferentes momentos, pero que supo poner su confianza en Dios, que se abandonó a la voluntad del Padre, nos acompaña en el duro caminar de la vida, y nos anima a esperar en las promesas del Señor, porque ella bien sabe que Él es fiel a su Palabra. Dejemos que su amor de madre nos abrace, que su maternal protección e intercesión enciendan nuestro corazón en la fe y en la esperanza.
Como decíamos, el “viernes santo” no es para siempre, y al amanecer vendrá la resurrección. Siempre hay una razón para esperar, y para los creyentes en Cristo, esa esperanza, no me cansaré de repetirlo, nos viene de sabernos amados incondicionalmente por Dios. Confiamos y esperamos en las promesas de Dios, porque Él nunca falla. En el calendario no hay una fecha marcada para su cumplimiento, pero de lo que no hay duda, es que Dios es fiel a sus promesas. Poner nuestra esperanza en Dios implica saber que las cosas no se realizarán según lo que nosotros queremos. de
Nuestra esperanza no es abstracta, tampoco es sólo un deseo, ni un augurio, mucho menos es simple optimismo: «para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el que ya vivimos. Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz» (Papa Francisco, Audiencia general, 15 de octubre de 2014).
Esta esperanza debe ser alimentada constantemente. Para ello es necesario e importante estar en gracia, permanecer en la amistad con Dios, mantenernos en oración, recurrir a los sacramentos, y, sobre todo, nunca olvidar las bendiciones que Dios ha derramado en nuestra vida, es decir, tener siempre presente en la mente y en el corazón todos los momentos donde hemos visto, más aún, donde hemos palpado que Dios nos ama por encima de todo. Recordar las bondades y las maravillas de Dios, nos hace permanecer firmes en la esperanza, pues tenemos la seguridad de que los momentos difíciles, tristes y dolorosos que podamos estar viviendo, son nada ante las maravillas que Dios ha hecho y seguirá haciendo en nuestra vida.
Es momento de volver a mirar al Señor, intensifiquemos nuestra vida de oración, acudamos al Santísimo, recemos en familia, invoquemos a nuestro ángel de la guarda, pidamos la intercesión de San Miguel, acudamos a los sacramentos en la medida de lo posible, pongamos nuestra confianza en el Señor y no dejemos que el pánico se apodere de nosotros. Invoquemos siempre la maternal protección e intercesión de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra.
Quiero citar algunas palabras que el Papa Francisco nos ha dejado en aquel mensaje de esperanza que pronunció en la bendición Urbi et Orbi extraordinaria el 27 de marzo del 2020, durante la pandemia del covid-19:
Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpa en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió́ una tormenta inesperada y furiosa.
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.
Con la tempestad, se cayó́ el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.
Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás.
Frente al sufrimiento… Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.
El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.
El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza… Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita.
Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.
Que estas reflexiones rindan fruto abundante, para que llenos de esperanza, seamos portadores de la Buena Nueva, y llevemos a quienes se encuentran afligidos por las crisis de cada día, el amor y la misericordia del Señor Resucitado.