Por Redacción CEPCOM

En la cuarta jornada de reflexión, celebrada en el marco de la CXVIII Asamblea Plenaria de los Obispos de México, en la mañana del 30 abril, el tema de la reconciliación y la paz en el país resonó con fuerza. A través de mesas de diálogo, testimonios, experiencias pastorales y discernimiento comunitario, se tejió un grito colectivo que no solo denuncia la violencia estructural, sino que también señala caminos concretos de sanación.

La dinámica giró en torno a dos preguntas fundamentales: ¿Qué nos duele de las realidades que atentan contra la paz en nuestras comunidades? ¿Qué hemos aprendido al acompañar procesos de reconciliación y construcción de paz?

En este contexto, destacó la forma en que se organizó el trabajo en grupos: se estructuró a partir de una dinámica de escucha y discernimiento con el objetivo de iluminar caminos concretos de reconciliación y paz. Para ello, se conformaron mesas de trabajo integradas por 10 personas: obispos, sacerdotes, miembros de la vida consagrada, jóvenes y madres que hayan sufrido la desaparición de algún familiar; composición que buscó replicar el estilo del Sínodo de la Sinodalidad, promoviendo una verdadera comunión de voces diversas, generando espacios seguros donde el testimonio del dolor se transforma en semilla de esperanza.

Las respuestas no se hicieron esperar, en el momento de las conclusiones, de las voces participantes, provenientes de diócesis, parroquias, asociaciones y experiencias comunitarias, coincidieron en una herida profunda: la normalización de la violencia, la indiferencia de la sociedad y la complicidad de las instituciones civiles y religiosas.

“El dolor más recurrente es la indiferencia”, señalaron con firmeza. Una indiferencia que paraliza a la sociedad ante el sufrimiento de los más vulnerables: niños reclutados por el crimen organizado, adolescentes desaparecidos, mujeres abusadas, migrantes desamparados, familias desplazadas, madres buscadoras que enfrentan el silencio y la revictimización.

El testimonio se convirtió en denuncia: “Nos duele saber que quienes generan violencia también se dicen católicos. Nos duele que nuestras comunidades no hayan sabido acoger, sanar, ni transformar el dolor”.

En medio del diagnóstico, surgieron luces. Una de ellas fue el llamado a hacer de la Iglesia un espacio de consuelo, escucha y presencia activa en las periferias del sufrimiento. Desde parroquias que han creado centros de escucha, hasta sacerdotes que acompañan a víctimas y dialogan con autoridades civiles, el Espíritu inspira una pastoral del encuentro.

Se compartieron experiencias concretas: mesas de seguridad en las que la figura del sacerdote ha sido clave; conversatorios entre víctimas y victimarios; catequesis por la paz; círculos de diálogo y oración comunitaria; alianzas entre diócesis, organizaciones sociales y gobiernos locales. “La Iglesia tiene un papel irrenunciable en la mediación, la verdad y el acompañamiento”, se insistió.

Uno de los aprendizajes más profundos fue que la paz es un proceso lento, integral y de largo plazo, que necesita formación, comunidad y espiritualidad. Se destacó la necesidad urgente de capacitar a laicos, consagrados y pastores en resolución de conflictos, escucha activa y mediación empática. “No podemos esperar a que lleguen a nosotros. Hay que salir al encuentro”.

El llamado fue claro: romper el silencio, actuar con misericordia y asumir la corresponsabilidad. “La paz no es solo tarea del gobierno. Es misión de todos. Y empieza desde la cotidianidad: una palabra, una decisión, una comunidad movilizada”.

En este contexto, se subrayó la importancia de la presencia del obispo como garante de procesos auténticos de reconciliación. “No basta con pronunciar discursos. Hace falta una Iglesia que ponga el corazón donde está el dolor del pueblo”.

Los participantes concluyeron que la esperanza no está perdida. Se fortalece en la oración, en el encuentro fraterno, en los pequeños gestos de solidaridad, en la capacidad de abrazar el sufrimiento ajeno con compasión activa.

Como señalaba uno de los testimonios finales: “Hemos aprendido que si queremos llegar rápido, caminemos solos; pero si queremos llegar lejos, caminemos juntos”. La paz, dijeron, se construye con paciencia, verdad y ternura. Con el Evangelio en el centro. Y con la certeza de que Cristo resucitado camina entre su pueblo, sembrando semillas de reconciliación.

Al finalizar el momento de las conclusiones, Mons. Ramón Castro Castro, presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, agradeció con profundo aprecio a todos los laicos y religiosos que participaron en esta Asamblea, reconociendo el valor de sus testimonios y el compromiso expresado en las mesas de diálogo. “Gracias por compartir su vida y su dolor. Nos han ayudado a ver y escuchar a México con los ojos del corazón”, expresó.