+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC
MIRAR
Conocemos a personas que hablan mucho y de todo, como si fueran expertas en todos los temas. No saben escuchar a los demás, o menosprecian lo que dicen, como si sólo ellas fueran las únicas conocedoras de la vida, de la historia, de la realidad. Se hacen pedantes, vanidosas, engreídas, y sus intervenciones llegan a ser molestas; con el tiempo, no se les hace caso y ya no se les toma en cuenta. Mi mamá era de muy pocas palabras, pero muy prudente, discreta, humilde, muy sabia, a pesar de que no había tenido oportunidad de ir a la escuela, pues no había en sus tiempos.
En todos los ámbitos hay personas muy hablantinas. En nuestra Iglesia, no faltamos quienes hablamos demasiado y de todo; nos constituimos en jueces de lo que los demás dicen, como si sólo nosotros tuviéramos toda la verdad. Desde hace muchos años, debe haber en todas las diócesis y parroquias diversos consejos: de pastoral, de economía, de presbíteros, de laicos, de religiosas, del Seminario, etc., para que obispos y párrocos escuchemos diferentes puntos de vista, antes de tomar decisiones. Quizá algunos no sabemos escuchar, y por ello decidimos cosas que luego no funcionan bien. Pero también hay quienes, en esos consejos o en asambleas, opinan siempre y de todo, a veces incluso juzgando y condenando a quienes piensan en forma diferente. Llega el momento en que ya ni caso se les hace, pues siempre salen con lo mismo.
Tenemos gobernantes que se consideran muy bien informados y emiten juicios de todo, en un tono burlón y ofensivo, sin consultar o sin tomar en cuenta a sus asesores y colaboradores. Todas las mañanas hablan de todos los asuntos con tal autosuficiencia que se hacen repugnantes. No es que tengan mala voluntad, pero no siempre tienen toda la información. Por ejemplo, en mi pueblo, que sufre diariamente la extorsión de grupos criminales, con frecuencia pasan destacamentos del ejército, de la guardia nacional, de la policía estatal, y parece que todo está en calma y que no hay problemas. Así lo informan a sus superiores, quienes transmiten eso mismo a las más altas autoridades. Con esa información parcial que les llega, a veces afirman que los criminales tienen bases sociales que los protegen y que están de acuerdo con ellos. No es así. Lo que pasa es que no viven entre nosotros y nadie se atreve a poner denuncias judiciales, porque saben a lo que se exponen. Y por esa deformación sobre la realidad, los más altos mandos afirman que el país está en calma, que todos están contentos y que vamos bien. Si escucharan otras voces, y no sólo a quienes están de su lado, serían más humildes para reconocer que hay muchas situaciones deplorables en el país. Por eso, a veces ya ni se quiere escuchar sus declaraciones diarias, aunque todavía hay quienes les creen todo. ¡Cuidado con los extremos! Muchas veces, lo que informan es verdad; pero no siempre tienen toda la razón, sobre todo cuando ofenden a quienes piensan y actúan en forma distinta.
DISCERNIR
El Papa Francisco, en su exhortación Amoris laetitia, dice:
“El diálogo es una forma privilegiada e indispensable de vivir; pero supone un largo y esforzado aprendizaje. El modo de preguntar, la forma de responder, el tono utilizado, el momento y muchos factores más, pueden condicionar la comunicación. Siempre es necesario desarrollar algunas actitudes que hacen posible el diálogo auténtico.
Darse tiempo, tiempo de calidad, que consiste en escuchar con paciencia y atención, hasta que el otro haya expresado todo lo que necesitaba. Esto requiere la ascesis de no empezar a hablar antes del momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o consejos, hay que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita decir. Esto implica hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el corazón o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las propias necesidades y urgencias, hacer espacio.
Muchas veces uno no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza, su sueño.
Desarrollar el hábito de dar importancia real al otro. Se trata de valorar su persona, de reconocer que tiene derecho a existir, a pensar de manera autónoma y a ser feliz. Nunca hay que restarle importancia a lo que diga o reclame, aunque sea necesario expresar el propio punto de vista. Todos tienen algo que aportar, porque miran desde otro punto de vista. Hay que tratar de ponerse en su lugar e interpretar el fondo de su corazón.
Amplitud mental, para no encerrarse con obsesión en unas pocas ideas, y flexibilidad para poder modificar o completar las propias opiniones. La unidad a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una unidad en la diversidad, o una diversidad reconciliada.
Los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero manteniendo diversos matices y acentos que enriquecen el bien común. Hace falta liberarse de la obligación de ser iguales. Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un lenguaje moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir.
Tener gestos de preocupación por el otro y demostraciones de afecto. El amor supera las peores barreras. Es muy importante fundar la propia seguridad en opciones profundas, convicciones o valores, y no en ganar una discusión o en que nos den la razón” (136-140).
ACTUAR
Tú y yo, ¿sabemos escuchar? ¿O somos de los que hablan de todo y ofendemos a los demás? Aprendamos el arte y la virtud de escuchar, aunque no siempre estemos de acuerdo; esperemos el momento de dar nuestro punto de vista, pero con respeto y amor.